El martes 20 de marzo, desde las páginas de “La Nación”, el conocido trapisondista que responde al nombre de Marcos Aguinis salió a defender el reciente fallo abortero de la Corte Suprema, mediante un suelto al que tituló “El aliento de vida”; pero que por mejor nombre debió llamarse “Asnología”, e integrar el inquietante repertorio de burradas insignes que bajo tal nombre ha recopilado José Antonio García Ramos.
Varios roznidos aporta el autor a la causa homicida de la Corte, sorprendiendo el primero por su craso determinismo y fatalismo atroz. En efecto —escribe el rucho— si la niña de quince años eximida de toda culpa por eliminar a su bebé no lo hubiera hecho, “esa madre no sería una madre normal y feliz, ese niño no sería una persona equilibrada”.
Cómo ha llegado Aguinis a profetizar ineluctables e irrevocables desdichas, es un secreto que albergará su diván. Cómo se le restituye la felicidad y la normalidad a una mujer que ha matado a un hijo inocente, tampoco se explica. De cuño espartano, en cambio, es su opción por una persona asesinada antes que desequilibrada o enferma. Tal vez ronde próxima la DAIA con su medidor infalible de deslices discriminatorios, para sentenciar si el jumento ha incurrido en tan fatales conductas.
Pero esta fiesta de Crimen Para Todos, que acaba de organizar la gavilla de Lorenzetti —fiel al modelo nacional y popular— ha resultado empañada una vez más, según Aguinis, por “el dogma de la más importante vertiente del cristianismo, que es la Iglesia Católica”, la cual insiste en condenar tan inocuas prácticas restituidoras de la felicidad y la normalidad a las mujeres.
No obstante, y para que nadie lo suponga preñado de animadversión hacia la Iglesia, nuestro garañón confiesa sus simpatías por la misma desde los tiempos en que tomaba “vino del Rhin” en un restaurante de Friburgo, atendido por “monjas simpáticas y al que concurrían muchos sacerdotes”. Por boca de ellos se enteró “sobre los preparativos del Concilio Ecuménico II” [sic], y también por ellos asistió invitado “a ceremonias ecuménicas con protestantes, griegos ortodoxos y judíos, cosa imposible de imaginar en la Argentina de entonces”.
Así, místicamente, entre los brebajes y las comilonas en el Albertus Burse, rodeado de pretes conciliares y de rituales sincretistas, Aguinis descubrió sus ternezas por la Iglesia Católica, la cual —“libre ya de las sanguinarias cruzadas y la delirante Inquisición”— se dedica a “acciones positivas” como la “defensa de la libertad de conciencia, respeto a cultos diversos, intensa acción solidaria con los desposeídos, continuos llamados a la paz, prudente lucha contra los agravios a la democracia”. Una especie de pintoresca ONG, sin la molesta y anticuada preocupación por saber si su Cabeza es Cristo y si Cristo es Dios. “Una secta disidente israelita servida por un personal italiano”, como ironizó impíamente Jorge Luis Borges.
Y tanto simpatiza con esta “iglesia católica” el afamado pollino, que no trepida en aconsejarla bien: que cese de sostener la diferencia entre varones y mujeres, la ilicitud de los medios anticonceptivos y la negativa a que las féminas puedan “acceder al obispado”. Pero sobre todo, que termine de condenar y de reprobar el aborto, porque “ya no es aceptable que se atente contra la libertad de abortar un hijo no querido con el argumento de que se asesina una vida inocente”.
Nadie ose pensar que Aguinis está queriendo desnaturalizar y pervertir a la Esposa del Señor. Tampoco roce alguno su pensamiento con la conjetura maligna de que el celebrante de las gestas del marrano esta befando una vez más el rostro santo de la Barca. No; nada de eso. Tales reconvenciones sostenidas con admonitorio gesto tienen lugar, sencillamente, porque lo contrario le “genera [a la Iglesia] una deserción de fieles”, y no es cuestión de perder la clientela. Bastante escrupuloso estuvo ya el paisano Judas, que devolvió los denarios y encima se ahorcó. Si al fin de cuentas todo lo que habían hecho él y sus empleadores hebreos era prefigurar el fallo de la Corte y matar a la víctima.
La agudeza del rucio no parece dispuesta a detenerse, en esta su nota impar. Habiendo desechado que cuando se aborta se asesina la vida de un inocente (¿de qué será culpable?), acota para una antología del cinismo: “Si la madre y el médico son asesinos por terminar con un embarazo no querido, ¿quién es el asesino de los abortos espontáneos? ¿Dios? ¿Por qué esa «vida inocente» en el vientre materno no es protegida por el Señor Omnipotente? ¿Tocamos el absurdo?”
No es propiamente el absurdo lo que está tocando Aguinis con esta farsa argumentativa, sino algo más trágico que se llama blasfemia. Porque va de suyo que en una muerte naturalmente ocurrida —sea a la edad de la vida que sobrevenga— no hay asesinato alguno, y que un aborto espontáneamente advenido no tiene responsables culposos, sino padres dolientes que jamás podrán olvidar el desgarrón de esa vida trunca. Sabemos empíricamente de qué estamos hablando. Explicarle a tamaño burro porqué el “Señor Omnipotente” nos dona y nos quita la vida o los bienes cuando su justa providencia lo dispone; porqué no abandona a ninguno de sus hijos, mucho menos cuando los llama a su seno, es algo que escapa a sus merecimientos intelectuales y morales. Si el zopenco supiera que Job no es un sustantivo inglés sino el nombre de un personaje veterotestamentario, algo podría colegir al respecto.
Quedaba por alcanzar la cima mayor de la estulticia y de la burdísima ignorancia, y Aguinis conquistó el anhelado trofeo. Sumando a sus muchos títulos —como el de arrebatador de la gloria de Edipo, injuriador de San Cirilo de Alejandría, inventor del Prondec, invertidor de la Cruz o pavo real— decidió convertirse en exégeta bíblico, y nos regala esta perla interpretativa a la que no arribaron siquiera las testas de Spinoza o Teodoreto: “El primer hombre se llamó Adán […]. La versión más difundida es que fue modelado con tierra por las escultóricas manos del Creador. Lo hizo completo, con vísceras y pestañas, con labios y uñas. Era un feto grande. Una «vida inocente», como se dice en la actualidad. Pero no tenía vida. No la tenía y no la tendría si Dios no le insuflaba su espíritu, que vendría a ser el oxígeno que le permitiría respirar. Sin oxígeno (que en la antigüedad no se conocía y se llamó aliento o soplo o espíritu) no habría existido el primer hombre. Los sucesivos nacimientos siguieron ese modelo: una previa configuración, que adquiría vida autónoma al inhalar el oxígeno […]. Formó Dios al hombre (Adán) del polvo del suelo (adamá) e, insuflando en sus narices aliento vital, quedó constituido el hombre como ser vivo […]. Dios insufló «en sus narices el aliento vital y quedó constituido el hombre como ser vivo». Se refiere a las narices, no al embrión. Se refiere al aliento vital, que no puede ser sino el oxígeno. Recién entonces se constituye el hombre como ser vivo, según marcan las Escrituras. No cuando era un simple embrión”.
Una primera y relevante consecuencia se sigue de la hermenéutica aguiniana. Y es que en lo sucesivo, las diferentes y valiosas agrupaciones Pro Vida deberán constituirse en defensoras a ultranza de narices, puesto que por tamaño órgano, está visto, penetra la vida. ¡Cesen los genetistas y neonatólogos sus arduos exámenes científicos sobre la vida y el desarrollo del nasciturus! Es la hora de las pituitarias, el glorioso y postergado turno de los otorrinolaringólogos. Dios hizo vivir a los nasos, no a los embriones; y adelantado fue Quevedo que supo decir aquello de “érase un hombre a una nariz pegado”.
Una segunda consecuencia de la erudita exposición del onagro es el obligado cambio de rumbo que deberán hacer de ahora en más los teólogos de todas las escuelas y corrientes. Al fin sabemos que Dios es un enfermero eficiente, un adelantado de Carl W.Scheele —el descubridor del oxígeno— que con su inmenso tubo a cuestas iba desparramando vida de napia en napia y de trompa en hocico. Por suerte, y con el paso de los siglos, llegaría Cristina Kirchner para abreviar el nombre de tan salvífico elemento, llamándolo “cero”, a secas. Según el neo-biblista Aguinis, antes de que el “feto grande” hecho de barro recibiera su primera bocanada de oxígeno, fuera del vientre materno, no tenía ni tiene vida. Ergo, si la Corte decide achurarlo panza ad intra, aplaudamos el hecho.
Al fin un corolario tercero se desprende del análisis del levita cordobés, y está llamado a revolucionar el universo de la antropología. “Los sucesivos nacimientos” — le hemos leído— “siguieron ese modelo [el de Adán]: una previa configuración, que adquiría vida autónoma al inhalar el oxígeno”. ¡Tantos debates semánticos estériles agitándose en el terreno de la metafísica, de la medicina, de la bioética, y Marcos Aguinis tenía resuelto el dilema valiéndose de un tropo informático! ¿Qué es el hombre?, se preguntaba Hamlet. ¿Qué es el hombre?, nos preguntamos todos. He aquí la respuesta final y unívoca: una configuración, a la que recién se puede tener por viva cuando inhala un poco de oxígeno autónomamente. Como el Windows XP si no lo agarra el virus troyano. La nobel periodización aguiniana no abriga dudas: antes de la oxigenación nasal asistida por un extraño demiurgo neumonólogo, no hay vida; después sí, aunque su duración dependerá de la cantidad de delincuentes que dejen en libertad los mismos jueces garantistas de la Corte Suprema.
Ironías al margen, es demasiado grave que este sujeto indocto y fatuo tenga un espacio público desde el que desgranar el error, la mentira, la confusión y la ignorancia. Y que una vez más, no haya obispo dispuesto a salvar la ofensa que le ha propinado la Iglesia y a reponer el orden alterado. Demasiado grave, incluso, que se justifique el asesinato de las criaturas por nacer con una retorcida y estúpida interpretación bíblica.
Se cuentan por decenas los textos escriturísticos en los que la vida del embrión es considera sagrada e intangible; como querida y premiada por Dios es considerada la tarea de los padres de engendrar un hijo. Embrión, hijo o fruto de las entrañas maternas, no nariz oxigenada por una deidad que nos saca de la hipoxia.
A la vista está el Salmo 138, 13, cantándole al Señor: “Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el seno de mi madre”. El libro de Jeremías, en el que Dios dice al profeta: “antes de formarte en el seno materno te conocí” (Jer. 1,5); los pasajes del Génesis en los cuales el Altísimo ordena engendrar y parir; y hasta los mellizos de Rebeca que combatían dentro de su vientre (Gén. 25, 21-22). Cuando el Señor castiga a María con la lepra, Aarón dirige esta súplica: “no sea ella como un aborto, que al salir del seno de su madre tiene ya medio consumida la carne” (Núm. 12, 11). Sin olvidarnos el explícito y conocido pasaje del Libro del Éxodo (21,12), en el que se dispone el castigo recio e inflexible para quienes “trabados en riña dieren un golpe a una mujer encinta, de modo que aborte”. ¿Se humillaba el Apóstol San Pablo cuando se llamaba a sí mismo “aborto” (I Cor. 15, 8), o se estaba ponderando, anticipándose al fallo de Lorenzetti y sus secuaces? Cuando la misma y terrible metáfora es utilizada por San Ignacio de Antioquía, ¿debe entenderse que la rotulación escriturística de alguien como un abortivo es un encomio, o el más agraviante de los epítetos que uno pueda cargar sobre sus hombros para expresar su nadidad?
A la vista de estos escogidos pasajes —que no son los únicos, pues también el Salterio abomina de quienes andan derramando la sangre inocente de sus hijos— es cuanto menos una canallada salvaje valerse de la Biblia para justificar y aplaudir el fallo crapuloso de la Corte Suprema. Cuanto menos, decimos. Cuanto más cabe otro nombre, pero las meretrices no tienen la culpa de todas las filiaciones que le brotan, maguer sus sanitarias prevenciones.
Aguinis dice pertenecer a una camándula de intelectuales opugnadores del Gobierno. Y Cristina se dedica más que a gobernar, a criticar cada artículo de los medios que presume opositores. Aguinis aprueba el aborto. Cristina ha dicho que no lo promueve ni lo busca. ¿No era una buena ocasión para que la presidenta reuniera a sus aplaudidores lacayunos, con alguna de las excusas que lo hace habitualmente, y dijera en público, con la noteja de Aguinis en la mano, que “La Nación miente”, y que su autor incluso destila “un tufillo racista”, al predeterminar quiénes tienen que morir para no vivir padeciendo desequilibrios o traumas?
Ocurre que el antioficialismo de los innúmeros Aguinis es un escandaloso bluff. Son sirvientes del Régimen, esbirros de la democracia, agentes del sistema cuya perversión prohíjan, potencian, usufructúan y medran. Cuando hay que matar inocentes —sus cuerpos o sus almas— están codo a codo con quienes dicen diferir o confrontar.
Y ocurre que la oposición al aborto de Cristina es un fraude inicuo. No sólo porque no ha protestado contra el fallo de la Corte —que contiene a algunos de sus amigos, como un sodomita prostibulario y una atea invertida— sino porque, desde hace años, tiene desplegada y ordenada a sus infernales huestes para impulsar el derecho al aborto en el ámbito legislativo. Tales los casos, entre otros, de María Elena Chieno, Silvia Risko, María del Carmen Bianchi, Gloria Bidegain, Mara Brawer, y un sinfín de esperpentos.
“Es un tema para el debate tranquilo, no para los anatemas”, concluye Aguinis su culposo dislate. Y reclama “un consenso […] que mantenga a la religión —y a la Iglesia Católica en especial— en una postura acorde con las necesidades de la actualidad”.
Las necesidades de la actualidad de Aguinis están sobradamente cubiertas con sus recursos múltiples de betsellerista fenicio y de Epulón sin atriciones. Que se entregue nomás al consenso de sandeces rentadas, con tantos otros de su mísera laya. Pero la primera necesidad de la actualidad de los niños por nacer es la de ser alumbrados, recibidos, criados y educados cristianamente. Sean el fruto de una violación horrenda o del más amoroso acto conyugal. Si lo primero, porque un mal no se remedia con otro mal. Si lo segundo, por razones obvias.
En pos de esos niños por nacer cruzamos hoy espadas. Contra la Corte, el Gobierno, la intelligentzia judía o la inacción lacerante de la Jerarquía Católica.
Antonio Caponnetto
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